Del abandono a la adopción: un proceso dinámico de diálogo con el desamparo

Resumen

   Trabajando con niños adoptados, con familias adoptivas y asesorando centros y servicios de atención a la infancia en desamparo, me he dado cuenta de lo mucho que pesa el abandono que han sufrido todas estas personas al no haber tenido la oportunidad, en su mayoría, de ser acompañados en estos procesos difíciles y dolorosos. El hecho de que la adopción sea una práctica común en nuestra sociedad, no nos tiene que hacer perder de vista la dificultad emocional que ello implica si tenemos en cuenta que una adopción siempre conlleva un abandono previo. En este artículo voy a exponer observaciones extraídas de mi práctica clínica y de mi práctica como consultora en temas de abandono y adopción, que me han llevado a posicionarme de una manera determinada frente a este tema. Mi propuesta de abordaje incluye la presencia de un profesional que funcione como un acompañamiento para el niño y las familias en este difícil proceso de elaboración de las adopciones. Este criterio es fruto de una reflexión compartida con otros profesionales desde hace bastantes años y que seguimos trabajando con la esperanza de poder contribuir a una mejor promoción de la salud mental en nuestra comunidad.

Un dolor
se puede convertir en verso,
ligando lo penoso con lo bello

Celia G. S. De Sor (1994)

A quien trabaje en el campo del abandono y la adopción se le presenta el problema de vivir la experiencia entre dos mundos: el mundo de la idealización y el mundo del dolor, del conflicto, del amor, que pertenece a la intimidad del niño y de sus familias (la de origen-biológica y la adoptiva-acogedora).

El niño que se encuentra sin familia es un niño en situación de desamparo, un niño abandonado. María Moliner define desamparo como «situación de desamparado. Falta de medios para subsistir y de ayuda o protección […]

No tener adonde (a quien volver la cabeza)
No tener adonde (no tener a quien volver la cara)
No tener (a quien volver la mirada)
No tener (a quien volver los ojos)
Sin padre, ni madre, ni perro que le ladre
Cerrarse todas las puertas
No tener a quien recurrir […]

Diríamos que los niños desamparados han recibido el don de la vida y están carentes del cuidado continuado, del cual tiene necesidad un niño. Muchas veces se cree que los niños abandonados y adoptados después del parto no van a tener problema, que no se enteran. El niño adoptado nada más nacer no sólo percibe que los brazos que lo reciben no son de la misma persona en cuyo interior ha vivido, sino que la madre que le dio la vida lo hizo sin ilusión, sin deseo, sintiéndolo como una carga molesta o, en el mejor de los casos, sufriendo el dolor de su inminente pérdida. A veces se debate internamente entre los dos sentimientos.

Una de las complejidades de la adopción tiene su origen en el abandono y sus consecuencias. La principal es la difícil elaboración de los duelos por las numerosas pérdidas sufridas (padres, hermanos, abuelos, orfanatos, cuidadores y, a veces, país…). Lo que ha acontecido interna y externamente, tanto en el niño como en los adoptantes antes del proceso adoptivo, son factores que inciden para favorecerlo o distorsionarlo. Las necesidades no expresadas de los adultos (familias, instituciones…) así como las motivaciones internas (más o menos reparatorias o narcisistas) de los adoptantes, pueden facilitar o dificultar el amparo.

Cuando se habla de los derechos de los adultos que entran en colisión con los derechos de los niños, es frecuente que los derechos de los adultos no sean tales, sino más bien intereses, deseos, ansias de realización vividas como necesidades… pero no auténticos derechos. La parentalidad auténtica está siempre al servicio del niño, es decir, de sus necesidades irrenunciables y del respeto a sus derechos. De ahí que en este artículo focalice la atención en el niño abandonado, que es el auténtico motivo de la adopción.

Focalizar la atención en el niño supone partir de las características y necesidades de éste para acercarle unos potenciales padres que puedan acoplarse a las particularidades de ese niño en concreto que está en situación de desamparo, de abandono, y poder así satisfacer esas necesidades. Los deseos de los adoptantes y las necesidades de los niños han de poder estar lo más próximos posible, porque es evidente que un niño necesita y tiene derecho a contar con un padre y una madre para desarrollarse de forma saludable. Sin embargo, los adultos pueden desarrollar vidas saludables aunque no hayan podido ser padres. Pienso que en afirmaciones como todos los ciudadanos tienen derecho a ser padres adoptivos se confunde derecho con deseo. Los derechos de los adultos no pueden entrar en colisión con los derechos de los niños y, cuando esto sucede, el perjudicado siempre es el niño.

Ello es debido a que se pierde de vista lo prioritario en el tema de la adopción, que es acoger a niños que proceden de experiencias emocionales muy duras, de las cuales la más profunda, común a todos ellos, es el abandono, que conlleva a veces consecuencias muy difíciles de reparar. De esta manera, no es infrecuente ver cómo les cuesta a algunos de estos niños vivir con esperanza la posibilidad de tener unos padres suficientemente buenos y confiables. Otros niños viven a menudo la adopción como un conflicto de lealtades con sus padres de origen.

Es comprensible que la adopción implique tanta complejidad, si tenemos en cuenta que no es fácil ponerse en contacto con la tormenta emocional que se produce en un niño que está bajo el impacto interno del desamparo, del abandono.

El entramado de muchas de estas situaciones de adopción obliga a la reflexión, reflexión que necesita ser individualizada en cada caso. Es necesario aceptar el no saber, el no entender enseguida las cosas y dudar sobre cuál será la mejor manera de dar amparo. En definitiva, la complejidad de la situación obliga a pensar, que es el primer paso para amparar. Todos los recursos pueden ser buenos. El asunto está en dar el adecuado para cada caso y en la mejor forma posible.

Amparar es difícil, el trabajo no acaba encontrando una familia, se ha de llegar a constituirla.

Todo ello forma parte de un proceso dinámico, complejo, que conlleva la necesidad de amparar a los que amparan. Se trata de poner la clínica al servicio del amparo, pero no desde la intervención terapéutica, sino desde la profunda comprensión de los fenómenos y ansiedades acompañantes que se producen. Lo importante es valorar las huellas que ha dejado el abandono y, por tanto, se ha de poder tratar de aproximarse al reconocimiento de estas huellas para encontrar la situación de amparo más adecuada para cada niño. He aquí el reto.

A veces se da la circunstancia de que ciertos niños no son adoptables, algo que podemos ver si nos permitimos reflexionar a fondo sobre la situación que presentan. Puede que cuestiones legales lo impidan, pero también puede ser que el daño producido por el abandono haya provocado tanto destrozo interno que obligue a tratar al niño fuera de un ambiente familiar. Poder comprender estas situaciones particulares es de gran importancia ya que, de lo contrario, todos los miembros de la familia saldrían perjudicados, padres y niño.

A menudo se habla del amparo a un niño y de hecho se le está dando únicamente un amparo físico. No le falta nada y sin embargo está solo internamente. Las funciones de alimentar, limpiar, vestir, pasear al niño, incluso instruirle, se quedarían en eso, en simples funciones, si no fueran acompañadas de emoción e interés. Estas experiencias físicas y emocionales han de abrir en el niño espacios mentales desde donde puedan ser pensadas.

La cualidad psíquica de la relación (Bion, 1980) es lo que importa para favorecer el proceso de desarrollo mental e incluso físico.

Amparar en buenas condiciones supone amparar la realidad psíquica, es decir, la realidad interna del niño, su mundo interno. Amparar supone dialogar con el desamparo, con el abandono y sus efectos, es decir, con el sentimiento de rabia por el abandono, la culpa, la pena; en suma, con las emociones movilizadas y sentidas internamente por el niño en esta situación. A veces se presentan de manera tan enmascarada que conviene que las personas que van a dar amparo (por ejemplo padres adoptivos, cuidadores de centros residenciales, padres de acogida…) sean acompañados por un profesional que les ayude en la comprensión de las situaciones por las que pasa la relación en el proceso.

Amparar en lo psíquico supone que el adulto ha desarrollado la capacidad de conectar sensiblemente con las emociones, ansiedades y sentimientos que se desprenden del abandono. Un adulto, para hacerse cargo de un niño en esta situación, ha de contar con una sensibilidad, una capacidad de empatía, una tolerancia a la frustración; en definitiva, una fuerza interna suficiente para asumir los efectos del abandono de un niño. No puedo estar de acuerdo con los que dicen que ser padres adoptivos es lo mismo que ser padres biológicos. Como diría Oriol Esteve, los primeros necesitan tener un plus para acercarse a las consecuencias del abandono en el niño.

Una familia adoptiva y una familia biológica no serán nunca iguales, ya que sus respectivas tareas son muy diferentes. Para asumir la responsabilidad de la adopción y llevar a cabo la tarea de amparo conviene que los potenciales padres adoptivos entren en contacto con la realidad que acabo de describir, a la cual les debería acercar un profesional antes de adoptar. Todo lo que implica la adopción debe ser tratado de forma previa al primer encuentro e incluso desde el momento de la demanda de adopción.
Si no se dan una serie de circunstancias idóneas, el proceso de adopción no se podrá poner en marcha desde el punto de vista interno. No solamente la adaptación al hijo adoptado y la de éste a los padres puede costarles mucho esfuerzo, sino que a veces puede resultar incluso imposible y perjudicial para los propios adultos que pretenden adoptar. La prensa se ha hecho eco en algún momento del gran número de adopciones que se están llevando a cabo en nuestro país, presentándolo como algo exitoso. Sin embargo, pienso que esa consideración no debería desvincularse del resultado de los procesos adoptivos. Hemos conocido demasiadas parejas que se separan después de haber adoptado o al cabo de un tiempo. Igualmente existe un índice muy elevado de devoluciones de adoptados (hace un tiempo se hablaba del 25 al 30%). Nos tendríamos que esforzar en mirar atrás a través de estudios rigurosos para reflexionar sobre las causas de los fracasos y del exceso de sufrimiento en algunas familias -demasiadas-.

A veces vemos niños a los que no les falta nada y, sin embargo, les falta sentir autenticidad en la relación, contacto emocional, y eso está más allá de las funciones diarias de conducta. Son niños que no cuentan con interlocutores que les ayuden a entenderse, a pensar, a conectarse emocionalmente. No cuentan con un continente, con alguien que pueda estar abierto para acoger sus expresiones de amor y de odio, su angustia de muerte, sus temores. Si contara con estos interlocutores tan esenciales, el niño podría incorporar este patrón de contención y comprensión de sus propios impulsos y sentimientos. El niño en situación de adopción necesita de alguien que pueda sobrevivir a todas estas proyecciones, que las contenga y se las devuelva transformadas; alguien que le ayude a reorganizar su mente para poder pensar, comprender, modular su sufrimiento y desarrollarse.

Winnicott, (1972), cuando habla de los cuidados necesarios en colectividad en la primera infancia, afirma que «lo que es impersonal o mecánico para el niño significa hostilidad o indiferencia para él». Creo que las estereotipias a la hora de abordar las situaciones de abandono y adopción son expresión de maltrato y de falta de respeto porque no se parte de la individualidad de cada niño y de cada familia; se ponen códigos universales en lugar de códigos individuales.

Es cierto que el futuro del niño queda comprometido por la experiencia de desamparo, de abandono, pero de todas formas, hay que poner mayor énfasis en cómo el niño elabora las experiencias que en las experiencias mismas (Meltzer, 1996).

Se trata de acompañar al niño en la elaboración de su situación de manera que pueda pensar y sentir tales experiencias.

El niño llega a la familia con una determinada edad cronológica, con su propia biografía, con su particular manera de relacionarse, con su específica capacidad para hacerse cargo de las frustraciones, con su específica capacidad para metabolizar las experiencias dolorosas y con su específica capacidad para perdonar y rehacer vínculos. De ahí la importancia de buscar el tipo de padres adecuados para cada niño en concreto. En las adopciones internacionales es más difícil trabajar así, pero no imposible, bajo mi punto de vista. Aunque, de todas formas, quizás sería recomendable plantear las ayudas a los países de tal manera que pudieran hacerse cargo de su infancia abandonada atenuando así este trasiego de adopciones internacionales que complica aún más las cosas para los niños abandonados, pues a esa situación han de añadir otros duelos como son la pérdida de su país, su cultura, en definitiva, sus raíces.

No podemos eludir ni olvidar que tiene o ha tenido unos padres, adecuados o no, que le han querido o no, pero que lo han engendrado y que por lo tanto forman parte de su identidad, de su biografía, aunque lo hayan sido por tan corta duración como sucede con los casos de renuncia en el momento del nacimiento o de un abandono muy precoz. Amparar a un niño implica aceptarlo con su historia, porque el desarrollo de su identidad y la firmeza de su personalidad pasan por la articulación interna de sus dos mundos: el biológico y el del acogimiento, del amparo. La integración del pasado en el presente en aras de un futuro saludable.

Desde el punto de vista emocional, la primera necesidad básica del niño al llegar a la nueva familia es la de ser respetado. Ello significa poder ser aceptado con lo que trae. Algunos niños llegan después de haber pasado por más de una institución y/o familia, y necesitan encontrar personas —cuidadores— disponibles y abiertos a escuchar y entender sus necesidades internas, además de las físicas, que son más sencillas de satisfacer. En cambio, comprender las necesidades de su mundo interno, sus necesidades emocionales, requiere de mayor sensibilidad por parte del adulto. El niño al llegar necesita una relación que le permita elaborar las experiencias anteriores y rehacer vínculos. Se trata de un proceso interno que lleva tiempo, y cada niño tiene el suyo. El poder respetar dichas necesidades básicas permitirá al niño el establecimiento de nuevos vínculos.

Cuando llevaba la consultoría de un centro residencial de niños abandonados de primera infancia, los cuidadores me expresaban con mucha preocupación lo difícil que era que los niños respondieran a sus atenciones y a sus muestras de cariño, cuando ingresaban en el centro. Algunos solían pasarse la primera noche sin poder dormir y, durante las primeras horas, lloraban desconsoladamente sin que los pudieran calmar. Me hablaron de algunos casos y observé que la tendencia era bañarlos y cambiarles la ropa nada más llegar, porque, según ellos, venían sucios y malolientes. Pudimos entender que para estos niños la mugre y su mal olor formaban parte de su vida anterior, eran su piel; desproveerlos era tanto como arrancarles de cuajo sus vínculos y su pasado. Ahí estaría la falta de respeto y no aceptación del tal como es, con su historia, con su mal olor del abandono. Las ansiedades de muerte que se movilizaban en los niños y en los cuidadores hacían que éstos se defendieran con mecanismos obsesivos y de control, con un intento de anular el sufrimiento y el dolor. Pero eso añadía más dolor, más sufrimiento y más abandono, al incrementarse el alejamiento entre el cuidador-acogedor y el niño que tenía que ser amparado.

También recuerdo otra situación de un niño de casi dos años, hijo de una familia gitana deambulante. Durante los primeros días se negaba a comer cualquier tipo de alimento, pero «iba loco» detrás del bocadillo que se tomaba su cuidadora por las mañanas. En la reunión ésta lo expresaba con preocupación y decía: «por el tipo de vida que llevaba la familia lo debían alimentar con bocadillos, debía estar acostumbrado a esto.» Yo le mostré que ella misma se estaba dando cuenta de que el niño no quería renunciar a sus vínculos y experiencias anteriores. Entrar en contacto con esos sentimientos y tratarlos adecuadamente se le hacía difícil porque la ansiedad que le despertaba el rechazo a la comida que ella le ofrecía y la idea de que un niño no debe ser alimentado con bocadillos a esta edad, se lo impedían. A partir de ahí, comentó que quizás podía darle de comer en bocadillo e ir introduciendo la comida adecuada para la edad de forma gradual. Se trataba de respetar algo de su vida anterior que concierne a su sentimiento de identidad.

Rebeca Grinberg en un trabajo en el que hace un paralelismo entre emigración y adopción (Grinberg, 1996), habla de los caminos que toma la elaboración de esas experiencias y afirma que sus resultados dependerán de cuáles sean las razones que motivaron esos cambios.

El cambio en los adoptantes de no ser padres a ser padres adoptivos implica un proceso de elaboración de pérdidas, de duelos. De ahí que el nivel de sensibilidad y una motivación interna reparatoria en los adoptantes serán factores importantes en el resultado de los procesos de adopción. Los niños, también a lo largo del proceso de no tener padres a tener padres adoptivos, han de poder reparar a sus padres de origen a través de los nuevos padres.

El niño al que se ampara necesita sentirse acompañado y entendido en su desazón interna, en su soledad, en su tristeza, en su rabia. A veces no es fácil, ya que los niños no expresan sus sentimientos y emociones de la misma manera que los adultos, y mucho menos los sentimientos depresivos.

En muchas ocasiones el impacto provocado por la pérdida (o las múltiples pérdidas) lo expresan con una facilidad aparente para aceptar relaciones substitutivas. Otras veces, en algunos niños un exceso de rabia interna no les permite dejarse cuidar, haciendo muy difícil la relación. De una forma u otra, estos niños siempre vuelcan en las relaciones sustitutivas la rabia por el abandono, ya sea de forma directa o encubierta a través de un sistema defensivo.

María de 7 años procede de Bulgaria. Se trata de una adopción (sólo de hace unos meses) por parte de una madre divorciada que intenta tener una relación muy próxima con otro grupo familiar compuesto de padre, madre e hijos más o menos de la misma edad que María, con la finalidad de que ésta tenga una figura paterna próxima, figura con la que la niña tiene muy buena relación. La madre consulta porque la niña pone muy difícil la convivencia, expresándole mucho rechazo y agresión. Es muy inconformista. Ella tiene en la cabeza la idea de su familia de Bulgaria, de sus padres y hermanos, de los que habla a menudo. A la primera entrevista acuden la madre y la hija, a pesar de que ésta se muestra contraria a venir. No quiere colaborar y se sienta en el suelo a los pies de la madre, dándole la espalda. Su expresión es muy seria, y aunque no se comunica verbalmente, sí me mira con detención, mientras la madre va explicando diferentes situaciones que se dan en la vida cotidiana, en las que ésta se siente muy rechazada y muy mal tratada. La madre comenta que la niña no quiere verme pero que ella necesita que yo les ayude a entenderse. Entonces dirigiéndome a la niña le digo:

«¿cómo vas a venir para que yo os ayude a entenderos que es lo que mamá desea, si tú no quieres entenderte con esta mamá porque estás muy enfadada con ella? Parecería que la sientes mala porque probablemente crees que te ha quitado a tu familia de Bulgaria y que te sacó de allí sin que tu quisieras; tú quizás lo vives así y encima no te ha dado un papá».

En ese momento vuelve la cabeza hacia atrás para dirigirse a la madre y decirle «esta señora sabe búlgaro». La madre me mira sorprendida, como mostrándome que captaba el mensaje.

Dirigiéndome a la niña, le comento que quizá lo que ella quería decir es que hablábamos el mismo lenguaje, el de los sentimientos. Se había sentido entendida.

A veces, el rencor, el resentimiento, no les permite querer de nuevo y dejarse querer, impidiendo nuevas vinculaciones. Para León Grinberg, cuanto mayor sea el resentimiento, mayor serán la culpa y la persecución y, por tanto, más difícil la elaboración del duelo.

Recuerdo a Jorge, un niño adoptado a los tres años en Perú. Me consultaron sobre este niño a los 9 años y me preocupó la profunda depresión que presentaba con posibilidades de autodestrucción. La depresión no se expresaba, estaba muy defendida a través de una fuerte disociación, dificultades para comunicarse emocionalmente y una gran inhibición intelectual. Lo tomé en tratamiento psicoterapéutico. El proceso fue muy difícil. El meollo del problema estaba en el resentimiento. Los padres adoptivos habían puesto el acento en el rendimiento escolar y en el todo le da igual. A lo largo de la primera parte del tratamiento fue haciendo evoluciones en las relaciones con los padres y con los niños de su edad, estando más abierto a las relaciones afectivas y pudiendo expresar mejor sus emociones y sus sentimientos. Sin embargo, no había manera de que se interesara por el aprendizaje y por las tareas de tipo intelectual. A lo largo de las sesiones pude ir entendiendo cómo necesitaba vengarse de sus padres de origen a través de los padres adoptivos (interesados en el rendimiento escolar) no dándoles la satisfacción de tener un hijo como ellos desearían, con buenos resultados académicos. Incidí, durante mucho tiempo, en el resentimiento, en su dificultad para perdonar. No fue un trabajo nada fácil ni para el paciente ni para mí.

La capacidad destructiva era tal y el rencor le invadía hasta tal punto que hacían muy complicado, por no decir imposible, poder pensar durante la sesión. Una vez pudimos trabajar bien este aspecto, empezó a manifestar interés por la lectura de periódicos deportivos, revistas y su actitud frente al aprendizaje en la escuela cambió favorablemente.

A menudo, el temor al sufrimiento psíquico por parte de los adultos hace que se nieguen estas realidades internas y se establezcan con el niño relaciones de distracción, de alejamiento, de a rey muerto rey puesto, etc. Los padres corren el peligro de negar la realidad y pasar a la acción sin pensar. La defensa contra el desamparo crea más desamparo. Una tendencia defensiva en los padres es la de relacionarse con el niño como si fueran familia desde siempre, sin poder darse cuenta de que entre adultos y niños que han vivido juntos mucho tiempo, se forman vínculos invisibles, ajustes mutuos, y que este nuevo grupo familiar aún no ha hecho ese proceso. Es recomendable que, cuando al niño se le habla de los potenciales padres adoptivos que ya están previstos y elegidos para él, se le hable de señores que le harán de papá y mamá, para diferenciarlos del papá y mamá que ha tenido hasta entonces. Su proceso interno en la relación con estos nuevos padres ya le llevará a llamarles papá y mamá, cuando los pueda sentir como tales. Es decir, cuando hayan podido hacer el duelo por los padres que no tuvo, o tuvo y perdió.

En función del número de pérdidas tempranas sufridas y en base a la desconfianza básica del niño, puede suceder que éste no ponga las cosas muy fáciles ante las ofertas de cariño que le dé la familia adoptiva. Algunos niños incluso las atacan frontalmente para no ser queridos. Otros niños han sufrido tanto, que se cierran ante la cercanía y el contacto por miedo a volver a sufrir, ya que no podrían soportar una nueva pérdida emocional. Es una forma de evitar nuevos vínculos, en la medida que le son negados los anteriores. Se defienden de hacerse nuevamente dependientes de alguien, a quien también pueden perder. Y a algunos padres adoptivos les cuesta dar y esperar.

Para los padres adoptivos es muy movilizador acercarse a un niño que ha sido engendrado, y a veces también criado, por otras personas. No es un camino de rosas relacionarse con un niño dolorido por la pérdida y a veces invadido de resentimiento por el desamparo (abandono). Ser padres de y ser hijo de se consigue a través de un proceso de relación y convivencia, de identificaciones y contra identificaciones.

Los padres de Agustín, de 7 años, procedente de México, consultan porque la escuela les ha orientado. Están preocupados porque el niño pone trabas a las relaciones y no se vincula con la familia.

Hace cuatro meses que se conocen y dos que han llegado aquí. Es importante destacar que, durante estos dos meses, algún sábado la pareja quería ir al cine y entonces dejaban al niño solo en un Chiqui Parc y lo iban a recoger después.

A lo largo de la primera entrevista que realicé sin el niño, la madre, llorando, se lamentaba constantemente de que no se sentía querida por él. Y expresaba: «yo necesito que me quiera». Podemos observar cómo las necesidades narcisistas de la madre se imponen como una barrera que no permite conectar con las necesidades del niño. Tampoco parece el padre alguien que pueda ayudar a la madre en esta situación, que les aleja de su función de padres amparantes, imponiéndose la de padres abandónicos. Probablemente son personas que se acercan a la adopción para ser amparados y ser alimentados en esa herida narcisista de nopadres biológicos.

En contraposición a la familia anterior, recuerdo a Enrique. Conoció a los padres adoptantes alrededor del año, en un orfanato al que había ingresado a las 3 semanas de vida. En aquel momento el niño mostraba un considerable retraso global en el desarrollo que preocupó mucho a los adoptantes, los cuales decidieron de todas maneras seguir adelante con el proceso. Así pues, la madre lo cogía en brazos, le hablaba, le cantaba…mientras el niño no daba respuestas aparentes a la relación.

En la primera visita, Enrique tenía 15 meses. Llevaba viviendo dos meses con los padres adoptantes, aunque hacía casi tres desde el primer contacto. Recibía ayuda fisioterapéutica en un servicio público. Los neurólogos que le exploraron dijeron, después de hacerle una serie de pruebas, que había que seguir observándole porque no llegaban a un diagnóstico claro.

Me lo derivaron por mi experiencia en el tema de la adopción. Enrique era un niño muy menudo para su edad, que presentaba un retraso psicomotor (no gateaba ni andaba y tenía dificultades para cambiar de posición en el suelo). Además, no utilizaba el lenguaje y presentaba problemas en la comunicación en general y en dar respuesta a lo que recibía de la relación. Los padres expresaban preocupación y la fantasía de que pudiera haber alguna deficiencia o autismo aunque, en el poco tiempo que llevaban con él, ya habían apreciado un cambio (la madre había suspendido su actividad profesional para hacerse cargo del niño). Llegó en los brazos del padre y al poco rato éste lo dejó en la alfombra al lado de unos juguetes dispuestos para la entrevista.

Enrique los cogió sin demasiado interés por lo que los padres intentaban entusiasmarlo sentándose junto a él en el suelo cogiendo y nombrando los juguetes. Enrique no prestaba atención más que de forma efímera.

Los padres comentaban la situación de abandono en que lo encontraron, con la impresión de que estaba solo, en aquella cuna del orfanato, la mayor parte del tiempo.

Durante esta primera entrevista y las siguientes fui hablándole directamente al niño, mientras le observaba, conectando con el abandono y con el haber estado siempre solito, de acuerdo con los relatos de los padres sobre la vida del niño y de su relación con él.
A los 18 meses Enrique vino andando y todos expresaban satisfacción. Aunque en esta sesión iba de un lado para otro, me di cuenta de que se fijaba en las cosas y de que tenía capacidad para observar. Descubrió el interruptor de la luz y la encendió y apagó algunas veces, sonriendo sin mirar a nadie y con una cierta excitación. Ahí le dije:

«la luz que se va y viene ¿verdad?, ¡qué alegría te da que se vaya y vuelva cuando tú quieres… las cosas no son así con las personas y tampoco lo eran cuando estabas solo en aquella cunita, ¿verdad?… las personas no iban y venían cuando tú querías, cuando tú las necesitabas…»

Luego se sentó en el suelo con los juguetes junto al padre, que hacía una construcción con unas maderitas, y él se fijaba con alternancias. Al poco rato, mientras el padre hablaba conmigo, él intentó hacer la construcción igual que la que le había hecho el padre. Le dije al niño: «qué bien, te has fijado en cómo ponía las maderitas papá» (esta intervención tenía la doble intención de que el niño sintiera que lo que él hacía no se me pasaba por alto, que estaba con él y podía captar su capacidad de observación y de aprendizaje), además de que los padres se dieran cuenta también de que el niño acusaba recibo de la relación. Y podía imitar en diferido. En otro momento, se le escapó una madera redonda y al percatarse de cómo se alejaba, la siguió con la mirada y luego lo repitió varias veces con otras maderas.

Al cabo de unos días más me llamó la madre por teléfono y me dijo que me quería explicar algo que les había hecho mucha ilusión y que quería que yo también me pudiera alegrar. Entonces me contó:

«hace unos días, tenía a Enrique vestido y con los zapatos puestos para ir al parque, me cogió de la mano y me insistió en ir a su habitación; una vez allí quiso meterse en la cama. Yo le dije que ya estaba vestido y calzado y que íbamos al parque, pero él estuvo muy insistente y quiso quitarse los zapatos. Pensé que me estaba queriendo explicar algo y accedí. Una vez en la cama me hizo entender con gestos que le cantase y así lo hice; empecé cantando las canciones que le canto últimamente, pero él me daba a entender que no eran esas, y no sé cómo me acordé de la que le cantaba en el orfanato cuando lo conocimos. Se la canté y de pronto, con una sonrisa de oreja a oreja, se pone de pie, me abraza y dice MAMÁ».

Este mamá de Enrique queda muy lejos de la situación vivida por Agustín, al que la mamá le exige ser reconocida y llamada como tal antes de que se dé la experiencia emocional que les lleve a reconocerse como madre y como hijo. La madre de Enrique ha prestado atención a sus demandas y aun sin comprender demasiado lo que estaba pidiendo ha sabido esperar para entender; esto le ha dado seguridad al niño en la relación, sintiéndose aceptado como es. Es como si Enrique dijera: como me has entendido, te has ganado el título de mamá, porque ha sabido esperar y entender.

Por otra parte, es como si Enrique necesitara volver a la cuna del orfanato, a la situación de abandono, pero esta vez acompañado por una mamá, lo cual expresaría su proceso interno de elaboración del abandono.

Quiero destacar la sensibilidad y generosidad de la madre y esta capacidad de reconocimiento al llamarme para que yo también pudiera satisfacerme de esa experiencia de progreso.

Es muy importante no forzar la comprensión y tolerar la frustración. Quizás podríamos hablar de dimensión ética en la relación adoptiva: honestidad para los movimientos esquizoparanoides sin instalarse en una falsa posición depresiva (O. Esteve)

Tanto los hijos como los padres adoptivos necesitan tiempo. La adopción, en tanto que pasaje del desconocimiento a la filiación, es un proceso dinámico que se desarrolla tanto en los padres como en el niño. No es un acto puntual. Para los padres, el hijo que adoptan seguramente no es el que tenían in mente y, para asimilar esta realidad, necesitan darse tiempo. El niño también necesita su tiempo para elaborar sus sufrimientos y para adoptar a los nuevos padres. Pienso que tiene que llegar el momento en que los padres se embaracen emocionalmente del hijo y, como dice Rebeca Grinberg, «el niño adopte a los padres y se sienta verdaderamente hijo». Es, pues, imprescindible que familia y niño tengan un tiempo y una ayuda para conocer y asimilar la realidad del otro.

Nadie cuestiona que un embarazo debe durar un cierto número de semanas para que el feto se desarrolle en condiciones adecuadas, pero, sin embargo ¡cuánto cuesta dar tiempo al desarrollo y elaboración de los fenómenos psíquicos y al embarazo emocional, mental, de los padres adoptivos! Los adoptantes y algunos profesionales tienden a ir demasiado deprisa, huyendo del sufrimiento psíquico, o a instalarse en el presente actual puntual, «simplificando» la situación de la adopción.

Creo que todos los procesos de adopción son diferentes y cada proceso, independientemente del nivel de complejidad que conlleve, debería ser acompañado, ayudado por un profesional de salud mental (y no de patología mental) que debería funcionar como un sólido continente de esas relaciones familiares.

El riesgo está siempre implícito en la adopción y cuando se trata de adopción internacional este riesgo aumenta considerablemente. De ahí que lo prudente y realista sea el preverlo para reducirlo al mínimo. Esto significa trabajar en términos de prevención y, por tanto, de promoción de la salud.

Algunos niños presentan una conducta en los primeros tiempos de la adopción de excesiva sumisión y acatamiento, otros se muestran testarudos, indisciplinados, hiperactivos, otros erotizan las relaciones, otros cometen algún robo dentro de la casa o fuera, etc. La tendencia es a poner al niño en tratamiento psicoterapéutico sin darse cuenta que algunas de estas situaciones no se pueden elaborar solamente en una terapia; precisan ser elaboradas (y a veces ni así) a través de relaciones íntimas en la vida cotidiana familiar. El niño, ayudado por sus padres, tiene que volver a vivir internamente las etapas de su crecimiento y esas experiencias dolorosas relacionadas con el desamparo.

Cuando, por las dificultades severas internas del niño, se impone una intervención psicoterapéutica, conviene valorar minuciosamente cuándo es el momento más oportuno. A veces se toman como patología expresiones y conductas reactivas a la historia vivida que, con ayuda de los padres, suelen remitir. O lo que es lo mismo, se coloca la psicoterapia en el lugar de la crianza, es decir, se trata la supuesta patología mental en lugar de darse el tiempo necesario para rehacer los vínculos familiares. Es muy importante que el clínico, cuando se acerca a pensar y entender los problemas que se plantean en estas situaciones de desamparo y adopción, no pierda de vista la particularidad específica del contexto en el que se desarrollan estos conflictos. Se trata de poder entender y diferenciar tantas cosas que una consulta, un psicodiagnóstico o una psicoterapia no pueden llevarse a cabo al margen de la experiencia de abandono sufrida por el niño.

Por otra parte, así como hablamos de conflictos propios del desarrollo en la infancia, pienso que también podríamos hablar de conflictos propios del abandono y la adopción, que no de patología del abandono y la adopción. Me parece primordial poderlo diferenciar. La crisis y los conflictos del abandono se dan y no necesariamente deben comportar patología si se procede de manera adecuada: sin negaciones, ni idealizaciones, ni omnipotencias…Si bien es muy cierto que existe la patología del abandono, será necesario discernir la normalidad de la patología, lo cual no siempre es fácil; más bien diríamos muy difícil. Y, evidentemente, cuando existe patología en el abandono, conviene tratarla como tal. Sin embargo, debemos estar atentos a no patologizar con intervenciones psicológicas inadecuadas.

Expondré, de forma breve, la propuesta que hago para ayudar en los procesos de adopción. Estos procesos deberían contar con un profesional de salud mental que pueda funcionar como alguien que acompañe y ayude a pensar y ser pensado, focalizando la intervención en el niño y manteniéndose en una segunda línea de relación. Dicho profesional no debe actuar como psicoterapeuta ni ocupar el lugar de los padres o cuidadores.

A partir del mismo momento en que un niño se encuentra abandonado ya tendría que ponerse en marcha, desde las autoridades competentes, el acercamiento de unas figuras adultas que entren en relación con él, con la finalidad de acogerle y cuidarle y que constituyan relaciones estables. De no poder ser adoptado por una familia de forma definitiva, es conveniente que la familia de acogida transitoria o el centro residencial sean los mismos hasta el momento de la adopción. Estas figuras adultas asignadas podrían ser bien cuidadores profesionales o bien posibles padres de acogida o de adopción (lo que esté disponible en ese momento), pero en cualquier caso deberían ya acudir desde el primer momento al lugar del abandono (hospitales, servicios de urgencias de la administración, etc.). El objetivo es iniciar la relación de amparo que, en este caso, significará que el niño empiece a estar ya en la mente de alguien que se interese por él y piense en él. Es en este momento de ruptura y crisis cuando el niño más precisa de contención en el sentido de Bion.

La temporalidad no es incompatible con la calidad, estabilidad y continuidad de la relación que precisa el niño. Si el niño tiene que ser acogido en un centro residencial, se le tendría que asignar un cuidador de ese centro, que ya deberá ir al lugar del abandono a buscarlo. En el caso de que estuviera ingresado en un hospital también tendría que iniciarse ahí la relación, acompañándole y haciéndose cargo de esa situación hasta que le den el alta y pase al centro residencial. El tiempo que esté ingresado, ese cuidador será, además, el interlocutor de los médicos. Estos adultos que asumen la responsabilidad del amparo deberán ser siempre los mismos hasta que el niño entre en contacto con la familia de adopción.

Simultáneamente se debería adjudicar un profesional de salud mental al que me voy refiriendo que, desde una segunda línea de abordaje, acompañe a este grupo —centrando su atención en el niño y su relación con los que le acogen— hasta que éste quede definitivamente en manos de una familia de adopción. Este profesional seguirá trabajando con ellos hasta que se hayan estabilizado las relaciones, durante un plazo que dependerá de cada caso, pero podríamos situar alrededor de un año o un año y medio.

Este profesional no debería intervenir desde la administración, aunque sí podría pertenecer a un servicio asistencial. No debería ser el mismo que ha intervenido en los procesos anteriores para valorar o acreditar la capacidad de los padres para acceder a la adopción y tampoco debería asumir funciones como la de informar a la administración o a los países de origen en el caso de la adopción internacional. Podríamos hacer un paralelismo con el pensamiento de Meltzer al tratar el proceso psicoanalítico, cuando habla de que la modulación del sufrimiento sólo se conseguirá a través de la búsqueda del entendimiento que implica observar y pensar. Esto no es posible si no se reducen al mínimo las interferencias causadas por la intrusión de realidades externas en el espacio de trabajo donde se sitúa la función contenedora del profesional de salud mental. Y en el caso de la adopción estas consideraciones son tanto más esenciales si tenemos en cuenta el gran desconcierto que producen los niños abandonados en sus modos de relación. Este desconcierto es el que pone tan difícil la relación en el seno de la familia adoptiva, debido a que las emociones, sensaciones y percepciones del niño y sus manifestaciones parecen desprovistas de sentido. Colette Destombes habla de la presencia en el niño abandonado de elementos beta, tal como los denomina Bion. Se trata de

«elementos no digeridos de sus anteriores relaciones (la madre biológica perdida, la nursery…) que vienen a interponerse, desprovistos de sentido, en esta nueva situación que es la adopción […] son recuerdos y hechos no digeridos que no pueden estar disponibles para el pensamiento»

y que los padres adoptivos muchas veces no llegan a comprender.

Este profesional debe funcionar como un puente entre el mundo interno del niño y el mundo externo (padres, cuidadores). Ha de acercar a los padres o cuidadores a la comprensión de las necesidades, sentimientos y ansiedades del niño, a través de la observación directa en el aquí y ahora de su relación, manteniéndose como un continente que permite a los padres o a los cuidadores abrirse a las identificaciones proyectivas del niño (Bion), funcionando como continentes para él. Asimismo, este profesional, a medida que va entendiendo, puede ayudar a que la relación se sitúe en el nivel adecuado de comprensión y compromiso necesarios para la vinculación. Eso va a permitir el desarrollo del proceso de la elaboración de los duelos en ambas partes, padres y niño. El profesional describe lo que observa dialogando con el mundo interno del niño para que éste se entienda y los que le cuidan, a su vez, también le entiendan. Al mismo tiempo, se van manteniendo entrevistas con los padres o con los cuidadores sin el niño para que puedan expresar sus sentimientos, sus inquietudes, sus desesperanzas… de forma que se puedan pensar y entender. Es bueno que estas sesiones se produzcan una vez a la semana al principio del proceso y se vayan espaciando de acuerdo con la valoración que se haga en cada caso. Esto es acompañar en los procesos de acogida y adopción.

Hemos escuchado lamentaciones, cargadas de sufrimiento, en muchas familias que consultan después de un tiempo de haber adoptado y expresan lo diferentes que hubieran sido las cosas si se les hubiera ayudado a entender y a entenderse desde el principio de la relación. El primer encuentro entre el niño y sus potenciales padres adoptivos produce un impacto interno importante en ambas partes. Para el niño, ese encuentro es la constatación de la pérdida y el abandono. La contradicción o yuxtaposición de sentimientos ocupa un lugar importante. Los padres adoptivos durante mucho tiempo son amados y odiados, o necesitados para la subsistencia. Odiados por ocupar el lugar del objeto perdido, que, en la fantasía de muchos niños, les ha sido robado por los adoptantes.

Recuerdo a Jennifer (15 años), gemela de otra niña, comentaba con mucha rabia: «mi madre fue a Costa Rica y dijo: a ver, ¡dos gemelas para mí!»

También es muy frecuente, y lo he escuchado a más de un adoptado, reprochar el abandono a los padres adoptivos como si fueran los de origen, con frases como «y tú, ¿por qué me abandonaste?, ¿eh?». Esto, por otro lado, muestra sus estados de confusión, que es importante que puedan expresar, aunque no siempre los adoptantes son capaces de tolerarlos. De ahí la ayuda a través de ese acompañamiento durante el primer año y medio más o menos (dependerá).

El profesional de salud mental ayuda a que los elementos beta se puedan ir transformando en elementos alfa para que puedan ser pensados. Acompaña un proceso de pensamiento mediante la observación y la descripción, tolerando y respetando lo que trae cada niño y cada familia. De este modo da consistencia y sentido a sus manifestaciones desconcertantes, expresión en última instancia de su sufrimiento por el abandono.

 

Carmen Amorós Azpilicueta

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Notas

  1. En conferencias anteriores, bajo los títulos de «El niño institucionalizado y sus efectos en el desarrollo» y «Complejidades de la adopción», me he referido a algunos puntos de este artículo.
  2. En este artículo han sido cambiados los nombres de países y personas para preservar la intimidad de los niños y sus familias.

Bibliografía

BION, W.R. (1980) Aprendiendo de la experiencia. Biblioteca de Psicología Profunda. Barcelona: Ed. Paidós.
ESTEVE, J.O. Comunicaciones personales
DESTOMBES, C. (2000) « Les parents adoptifs « en L’enfant, ses parents et le psychanalyste. Bajo la dirección de GEISSMAN, D. y HOUZEL, D. Paris: ed. Bayard Compact.
GRINBERG, L. y R. (1996) Migración y exilio. Madrid: Biblioteca Nueva
GRINBERG, R. Comunicaciones personales
G.S. DE SOR, C. (1994) Los Versos de mi Mamá 4. Buenos Aires: Ed. Letra Buena
MELTZER, D. (1996) El proceso psicoanalítico. Buenos Aires: Ed. Lumen-Hormé
MELTZER, D Comunicaciones en seminarios
WINNICOTT, D.W. (1972) L’enfant et le mon extérieur. Le développement des relations. París: Payot